Cinco postales de la violencia cotidiana en tiempos de la covid-19

27.05.2020 |

En los últimos meses he estado tratando de ver la violencia cotidiana, aquella que se normaliza y se pierde de vista. Que de tanto verse ya no se ve más. Aquí van hoy cinco postales:

Uno. De la trece a la diecinueve, con tapabocas y los vidrios arriba, sin prisa, pero emocionado por estar fuera de mi casa, tuve la sorpresa de encontrarme tres familias venezolanas. Cada familia ocupaba un semáforo, todas vendían bolsas de plástico y todas tenían en hombros un hijo que no alcanzaba el año de edad. Tal vez fueron tres palabras con cada uno de ellos, pero en todas las conversaciones estuvo presente esta sensación: migraron con la ilusión de una tierra prometida, y al llegar se encontraron esto, un alargamiento de los sueños sin cumplirse, y una triste verdad, se habían vuelto invisibles en este éxodo que los condujo a un simulacro del Apocalipsis.

Dos. Mi hijo soltó rápidamente el tren de juguete y corrió a la ventana, yo lo seguí de cerca y en un segundo mis ojos se cruzaron con los del mariachi, que nos hizo una venia. Los violines empezaron con una tonada, que seis horas después, creo que era de una canción de Javier Solís. Era un grupo grande, todos ellos con sus sombreros y ellas con sus atuendos especiales de fiesta. Siguieron canciones dedicadas a las madres y el infaltable cumpleaños feliz. Nuestra emoción aumentó cuando conocimos a nuestros vecinos que lanzaban dinero desde las ventanas, la anciana del 4 piso se secaba un par de lágrimas y el señor del segundo se alcanzó a servir un ron. Los del tercero pidieron “cosas como tú”, y en ese momento, llegó la policía con el propósito de multarlos y acallarlos. En las manos ya no había violines sino cédulas y suplicas. A lo lejos escuché que alguien decía: “todos necesitamos comer”. En los gritos de mis vecinos se podía sentir que, ese día, “la ley” les había robado su único instante de libertad.

Tres. En las noticias ya he escuchado dos casos en Bogotá, en donde los empleados han aceptado el secuestro como forma de trabajo. El primero es el caso de la portera de un lujoso edificio en el barrio Rosales, que fue llevada en ambulancia a urgencias, presentaba lesiones físicas y psíquicas. Expresamente se le prohibía salir (pues debía estar disponible todo el tiempo), debía dormir en un sofá en un sótano húmedo, donde también debía comer y hacer sus necesidades. El segundo es el caso de un vigilante de una empresa de alimentos que padecía hambre, en las imágenes del canal televisivo se veía como su hija, violando las pautas de aislamiento obligatorio, introducía un pequeño recipiente con comida por una diminuta reja. 50, 60 días sin ver el sol, sin dormir en su cama, sin descansar un domingo. Atados a la propiedad como perros, pero como los perros de antes, como los perros de las metáforas, no los de la realidad. Según entiendo, la Presidencia ha autorizado la salida de los perros con sus amos todos los días. Es fácil verlos por las ventanas, uno ladra y se mueve libremente, el otro sonríe mientras le recoge la mierda al primero.

Cuatro. Me llegó la noticia -de buena fuente- de un muchacho joven de un pueblo antioqueño, que en medio de estos tiempos raros se intentó suicidar. Según lo que me dijeron, no le importaba el contagio de un virus foráneo y desconocido, no lo preocupaba el futuro de las economías tercermundistas en el escenario de la pos-pandemia, no le inquietaba el aumento del poder de los gobernantes y el tono mesiánico y dictatorial que, con el pasar de los días, van asumiendo. Tampoco le inquietaba el vigilantismo y la falta de libertad. Mucho menos el precio del petróleo, o la bancarrota de Avianca. Cuando el doctor le preguntó por qué lo había hecho, el simplemente dijo: “así sería una boca menos en mi casa”.

Cinco. En Bosa (sur de Bogotá) la conocían por ser enfermera y ciclista, tenía 27 años y se llamaba Yenny. Dejó a tres niñas huérfanas. La asesinaron el 17 de mayo de 2020 en presencia de su pareja por robarle la bicicleta. La policía identifico y capturó a un joven extranjero de 21 años que portaba un arma de fuego hechiza y 250 gramos de marihuana. La prensa no detalla si la víctima o el victimario llevaban puestos tapabocas al momento de los hechos.

Cierre. No creo que tenga nada más que agregar, salvo estas cinco postales de abril y mayo, en las cuales siento que la violencia, así como este texto, se convierte en una espiral que asciende hasta convertirse en un punto final. Ese temido punto final que pudo evitarse con comas, con paréntesis, con guiones. Ese punto final que solo es evidente cuando lo cierra todo y, luego no hay más palabras.

Fuente: El Mundo

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