La manera como nombremos los fenómenos, las palabras que usemos para referirnos a las cosas, inciden en la comprensión que tengamos sobre aquello que nos rodea. Dicho de otro modo, de la manera como nombremos ciertos problemas, dependerá las estrategias que se diseñen para enfrentarlos.
Desde que empezó la crisis desatada por la propagación del COVID-19, escuchamos a diario cómo se califica de heroico el comportamiento del personal médico, que son la “primera defensa” en nuestro -porque es un asunto de todos- esfuerzo por derrotar al coronavirus, ese nuevo enemigo que es invisible.
Hasta se ha hablado de reclutamiento -ya no militar sino médico- obligatorio, como se puede apreciar en el Decreto 588 de 2020, que ordena -salvo algunas excepciones- la conformación de una suerte de reserva -como si se tratara de una guerra- de todo el personal médico, incluidos algunos estudiantes del área de la salud.
Comencemos con el héroe. Al héroe se le destacan atributos especiales como su abnegación, valor, arrojo y que realiza acciones extraordinarias. A los héroes de guerra, por ejemplo, se les reconoce su compromiso, sentido del honor, sacrificio y entrega en el campo de batalla. Y claro, nadie dudaría de que el personal médico reúne todos o al menos la mayoría de esos atributos.
Sin embargo, el trato que recibe tanto del sistema de salud como de parte de la sociedad me hace dudar sobre el sentido de llamarlos héroes y si acaso con ello no estamos encubriendo deficiencias estructurales de nuestro sistema de salud y lo poco empáticos que somos como sociedad.
Muchos usuarios de redes sociales y amigos cercanos han expresado –con sobrados motivos- su indignación y desconcierto por la heroización del ejercicio de las profesiones relacionadas con la atención directa de la enfermedad. Se trata de una doble incoherencia.
Desde el presidente hasta los medios masivos de comunicación repiten, como si se tratara de un estribillo, que el personal médico está integrado por héroes, pero, por un lado, la dotación de herramientas de bioseguridad es insuficiente y el pago por su trabajo que en muchos casos es precario -cuando lo reciben- y, por otro lado, esos mismos héroes son objeto de discriminación por el ejercicio de su profesión en diversos escenarios -conjuntos residenciales, transporte público, entre otros-.
Parece, por lo tanto, que el uso del término “héroe” fue vaciado de su contenido y se operó una suerte de re significación de lo heroico. Ser héroe ahora parece referirse ahora a aquella persona que realiza una labor de alto riesgo sin las condiciones necesarias para su ejecución y que, además, es estigmatizado por ello. Una suerte de héroe que es martirizado y despreciado.
Sigamos ahora con la defensa de un enemigo que no se ve. Es como si estuviéramos en los tiempos de la Guerra Fría y nos refiriéramos a la subversión. El siguiente es un extracto de un manual de formación militar, citado por Emiro Sandoval: “La subversión no es necesariamente armada, ya que se manifiesta en forma de movilizaciones, huelgas, aplicación de las ciencias sociales comprometidas, infiltración de escuelas y universidades.
Todos estos mecanismos se tornan cada vez más sutiles, y el peligro se cierne sobre nosotros y nuestros seres más queridos. Tenemos una grave responsabilidad sobre nuestros hombros, la de combatir contra un enemigo que no se puede reconocer ni saber cuándo dará su golpe […]”.[1]
Más o menos eso es lo que entiendo cuando escucho que el COVID-19 es una amenaza invisible: que vamos a ciegas -como en un relato de Saramago- y que deben adoptarse todas las medidas necesarias para contenerla. Es como si se estuviera tendiendo sobre nuestro futuro inmediato una nueva trampa securitaria conforme a la cual, de manera complaciente renunciaremos a nuestra libertad para que el Estado nos provea seguridad frente a esta nueva amenaza cuyo origen no lo podríamos rastrear en conjuras subversivas. Pero no importa el rostro del enemigo, ese se irá construyendo.
Esta epidemia provee los motivos suficientes para continuar con la lógica bélica de estado de guerra de la cual hemos sido incapaces de salir. Tal vez nuestra experiencia con la guerra permita explicar que el lenguaje bélico nos resulte tan próximo, y que hablemos con tanta naturalidad de héroes en el campo de batalla que nos protegen de enemigos que no sabemos dónde están ni cuándo darán su golpe.
Ojalá el miedo no le gane la partida a la libertad, que no nos abandonemos a formas autoritarias en la política y que seamos capaces de entender que no puede ser normal que estemos hablando del control de una epidemia como si se tratara de una guerra, pues ello rápidamente nos conducirá a ponerle rostro al enemigo.
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[1] Citado por Sandoval, 1985, p. 91
Fuente: UdeA